LORD OF THE ELDEN RING

Chapter 3: 3) Dejando la taberna



Cuando faltaba poco para el mediodía, Miquella por fin tuvo un descanso. Esta vez, su plato de comida era algo más digno, suficiente para saciar su hambre y recuperar algo de fuerzas. Sin duda, era mejor que lo que recibió la noche anterior.

Esa era la diferencia entre un trabajador y un mendigo. Antes, solo había tenido un vaso de agua, los restos de un caldo y un trozo de pan duro y viejo. Ahora, tenía un vaso de agua, un poco de caldo real y un pan que, aunque aún duro, no era tan viejo, quizás solo de ayer. Además, la porción era mayor, casi lo que comería un adulto en una comida normal. Aun así, no podía permitirse disfrutarlo con calma. Aunque no entendía el idioma, sabía que el posadero parecía apurarlo para que terminara y volviera al trabajo.

Sin perder tiempo, comió con rapidez, tanto por la ansiedad y el hambre como por la urgencia de seguir trabajando. Este empleo, aunque indigno de alguien como él, le servía para algo: observar y conocer a la gente de este mundo. Si tan solo entendiera el idioma, podría obtener información valiosa para su situación.

El resto del día transcurrió de forma sencilla pero agotadora. Hubo trabajo aquí y allá, especialmente al mediodía. Luego, un breve descanso, donde no pudo evitar quedarse dormido. En la tarde-noche, cuando la taberna recibió la mayor cantidad de clientes del día, retomó su trabajo. Tuvo una segunda comida al final de la jornada, cuando los clientes se marcharon y pudo finalmente respirar.

Su cuerpo estaba exhausto, sus párpados pesados. Fue un día difícil, no solo por el trabajo, sino por las constantes miradas que recibía... y los intentos de tocarlo.

Su apariencia, aunque infantil, era cautivadora, casi como una figura sacada de una obra de arte. Poseía una belleza imposible para los simples mortales, lo que no necesariamente era algo bueno. Todas las miradas se posaban en él, y las manos que intentaban alcanzarlo se volvían incontables. La primera vez que ocurrió, sintió miedo, pero por suerte, nunca llegaron a tocarlo. El posadero gritó algo y pareció amenazar a los clientes, quienes, por algún motivo, le temían. Así que se detuvieron a mitad de camino. Esto se repitió con cada nuevo cliente. Al final, Miquella estaba agotado, no solo básicamente, sino también mentalmente.

Sin más que hacer, regresó al almacén para dormir.

El segundo día fue casi igual, salvo por un único detalle que cambió todo: su anillo.

La mañana comenzó de la misma manera. Se despertó, lavó y trabajó, esperando la llegada de los clientes, algunos de los cuales llegaban temprano. Mientras atendía las mesas, se perdió en sus pensamientos. Después de algo de comida y descanso, su confianza, su mentalidad y sus objetivos estaban regresando. Ya no era solo un niño indefenso, sino un príncipe con grandes planes para el futuro.

Sin embargo, mientras recogía los platos, volvió a escuchar a los clientes hablar sobre él... o al menos, eso pensaba. La frustración lo invadía. No entender el idioma significaba perder información valiosa que podría ayudarle a descubrir dónde estaba o qué hacer a continuación. Y fue ese pensamiento, ese deseo, lo que provocó el cambio.

De repente, sintió algo arrancado de él. La energía que había acumulado desapareció, dejándolo débil una vez más. Una sensación de helada recorrió su cerebro. No pudo notarlo de inmediato, pues el mareo era tan intenso que casi cae al suelo, con todos los platos que llevaba en sus manos. Ni siquiera se dio cuenta de que su nariz goteaba sangre.

El mareo cesó pronto, pero la debilidad volvió con fuerza. Había regresado a ser el niño frágil y temeroso... pero algo era diferente.

Mientras intentaba volver a la cocina, tambaleándose torpemente, escuchaba palabras que antes le parecían completamente incomprensibles, pero que ahora, de alguna manera, tenían significado. Era extraño. Frases fragmentadas, palabras sueltas que podía entender, mientras que otras seguían siendo un misterio.

Miró a su alrededor, comenzando a asociar las palabras con las personas que las decían. Sus voces, que antes eran solo ruido, ahora transmitían mensajes entrecortados, con términos familiares mezclados con otros aún desconocidos.

Este fue un momento trascendental en su viaje. Aunque debilitado, Miquella se esforzó por continuar con su día, ahora con su nueva comprensión. Había mucho en qué pensar, especialmente sobre la razón de este fenómeno. Pero ahora que podía entender, aunque fuera solo un 10% de lo que decían a su alrededor, tenía un nuevo objetivo: aprender.

Fue un día agotador para alguien que apenas tenía fuerzas para caminar. La debilidad no era un juego, ni tampoco la sensación de inferioridad que traía consigo. Pero al final, cuando cayó rendido en el almacén, en su rostro se dibujó una simple sonrisa. Pequeña, pero cargada de un significado profundo.

Al tercer día, su fuerza se había recuperado un poco y su mente estaba más ágil. Las órdenes del posadero eran ahora más claras y su trabajo había mejorado considerablemente. Además, con su estado físico en mejor condición, pudo prestar atención a las conversaciones de los clientes y, poco a poco, sintió que más palabras parecían desbloquearse tras un proceso de asociación. Aún no comprendía el lenguaje a la perfección, pero la idea de que ese día no estaba tan lejos comenzaba a tomar forma en su mente.

Entendió algunas cosas, como que la gente se refería a él como "el elfo" o "el niño elfo" . También, con los clientes que solían extender sus manos hacia él, finalmente le hizo comprender que era aquello que el posadero les gritaba siempre: "¡Ver, pero no tocar!" . Su apariencia hermosa había despertado una atracción singular entre aquellos hombres extraños, mugrientos e intimidantes, y con el tiempo se dio cuenta de que muchos lo confundían con una niña.

La presencia de Miquella parecía haber impulsado el negocio del posadero. Al escuchar los comentarios de los clientes y notar el incremento en la clientela, el hombre había decidido subir ligeramente los precios desde el segundo día. Sin embargo, Miquella también comprendió que, a pesar de que el posadero lo ayudaba, lo veía principalmente como un activo valioso. Algo que quedó aún más claro al día siguiente.

Su ropa estaba sucia, y al no tener otra muda, no podía detenerse a lavarla sin pasar la mayor parte del día desnudo. Con el paso del tiempo, la mugre se fue acumulando, convirtiéndose en algo imposible de remover solo con un cepillo; Necesitaba un lavado profundo.

Ese día, el posadero, impulsado por las grandes ganancias que había obtenido y los comentarios de los clientes, tomó una decisión: le ordenó a Miquella que lavara su ropa. No tenía razones para negarse, así que se desvistió sin dudar. Fue la primera vez que reveló su verdadero género, y aunque el posadero pareció mínimamente sorprendido, su reacción fue insignificante.

Al final, el hombre le dio otra prenda, aunque llamarla prenda era demasiado generosa. Se trataba de un conjunto hecho de gruesas tiras de cuero que apenas cubrían lo esencial. Miquella se lo puso y de inmediato comprendió qué clase de vestimenta era. Cubría su entrepierna y subía en dos tiras que se separaban al llegar a sus clavículas, dejando al descubierto gran parte de su cuerpo: piernas, brazos, parte de las caderas, torso y espalda. El cuero era ajustado, pero en lugar de cubrir, parecía diseñado para resaltar aún más lo que dejaba expuesto y lo que no.

No era un atuendo real. Incluso algunas furcias vestían con más decoro. Ir así a atender a los clientes dejaba en claro su propósito: Miquella era una atracción, la joya de la posada, la cereza del pastel que aseguraba la presencia de más clientes. El posadero, al parecer, había aceptado ciertas ideas de los visitantes, permitiendo que lo vistiera de esa manera, aunque por suerte aún mantenía la regla de ver, pero no tocar .

Para cualquiera, aquello habría sido una humillación insoportable. Pero Miquella mantuvo su apariencia seria. Aún no era el momento. Día tras día, sentí cómo su cuerpo se fortaleció. Tal vez nunca recuperaría la fuerza que una vez tuvo, pero sabía que, en algún momento, podría reunir la suficiente como para hacerle frente a este mundo.

Los siguientes días transcurrieron lentamente, intercalando entre su vestimenta original, blanca e inmaculada, y aquel atuendo erótico medieval. Solo llegó a usarlo un par de veces, pero el sentimiento de incomodidad persistía. Ser tratado como un objeto, un trofeo, una simple exhibición… era algo que no podía asimilar.

...

Así llegó esta noche, en la que Miquella seguía trabajando, vestido con su túnica blanca. Ya no era tan inmaculada como el día que llegó, pero aún conservaba cierto aire de pureza, algo que contrastaba con la miseria del lugar y con las ropas andrajosas de los plebeyos que lo rodeaban.

Pero algo en el ambiente no se sentía bien. Había miradas sobre él, más pesadas de lo habitual. Un grupo de hombres, en particular, no había dejado de observarlo desde que llegaron. Al igual que otros, intentaron acercarse, pero se detuvieron al escuchar la advertencia del posadero. Sin embargo, sus ojos nunca se apartaron.

Pasaron las horas, y mientras los demás clientes se marchaban, ellos permanecieron. Algunas miradas descaradas se convirtieron en susurros entre ellos, en risas bajas que le helaban la sangre.

Cuando ya no quedaba nadie más en la posada, era hora de cerrar. Miquella limpiaba las mesas del fondo cuando los hombres se acercaron al posadero. Hablaron en voz baja y dejaron caer una bolsa sobre la barra. El sonido metálico de las monedas llenó el silencio.

Miquella no pudo escuchar del todo lo que decían, pero alcanzó a distinguir algunas palabras: primero, la misma advertencia de siempre del posadero, luego, el peso de otra bolsa más grande cayendo sobre la madera. Entonces, respondío con su voz hosca.

"Es un chico"

Los hombres se limitaron a reír. Hubo un corto intercambio de palabras y, al final, el posadero guardó las bolsas.

Miquella sintió un escalofrío. El mal presentimiento se hizo insoportable cuando dos de los hombres se acercaron. Intentó moverse, ir hacia la puerta con cualquier excusa, pero no tuvo oportunidad. Manos ásperas lo sujetaron con fuerza, impidiéndole huir. No hubo delicadeza, solo brutalidad. Lo alzaron y lo arrojaron boca abajo sobre una mesa, inmovilizándolo con facilidad.

Trató de levantar la cabeza, su voz ahogada en su propia desesperación. Buscó con la mirada al posadero. Pero aquel hombre, aquel al que había servido día tras día, solo seguía limpiando su taza con su trapo sucio, sin siquiera alzar la vista.

El golpe de la traición lo quemó por dentro. No es que esperara algo de él, pero verlo apartarse con indiferencia, como se marchó lentamente a la trastienda, sin dirigirle una sola mirada...

La risa del que parecía ser el líder lo devolvió a la realidad. Sintió cómo sus dedos se aferraban a su túnica y la levantaban hasta su espalda, exponiéndolo. El sonido de unos pantalones cayendo al suelo le revolvió el estómago.

El miedo se entremezcló con el odio. La humillación se clavó en su pecho como un puñal, pero sobre todo, la rabia ardía en sus venas. Sabía lo que querían hacerle. Sabía que había sido vendido. Sabía lo que iba a pasarle.

Pero no lo aceptaría. No podía aceptar esto.

Por un instante, su mente divagó, aferrándose a cualquier pensamiento para huir de la pesadilla. 'Si al menos fuera Ranni… o mi hermana…'

Las lágrimas rodaron por su rostro. Su cuerpo tembló, no de frío, sino de impotencia.

Entonces, el dolor lo atravesó, un dolor ardiente que le quemó, pero no era el dolor que esperaba. Su dedo… el anillo que llevaba parecía haber alcanzado el rojo vivo. Y con ello, su odio explotó.

Un grito de furia y desesperación estalló de sus labios, y con él, una lengua de fuego rugió desde su cuerpo. La llamadada creció con violencia, envolviendo todo a su paso. El líder y el hombre que lo sujetaba fueron alcanzados de inmediato, envueltos en un fuego que no solo ardía… devoraba.

El caos se desató. Los otros hombres lo soltaron al instante, gritando de horror al ver a sus compañeros envueltos en llamas que se adherían a su carne como si estuvieran vivas. La madera del lugar comenzó a crujir, el fuego trepó por las paredes y el techo, expandiéndose como una bestia liberada de su jaula.

Miquella cayó al suelo y sintió un latigazo de dolor en su brazo izquierdo. Miró y vio su piel, ahora grisácea, marchita, como si algo en él se hubiera consumido junto con las llamas. Pero no había tiempo para pensar en eso.

Tenía que huir.

Se levantó con esfuerzo y corrió. Atravesó la posada en llamas, esquivando los cuerpos ardientes de los hombres que intentaban apagar el fuego en el cuerpo de sus compañeros. No miró atrás. No quiso ver si el posadero seguía allí, si la posada que había sido su recidencia durante una semana ahora se desplomaba en cenizas.

Solo corrió... el río... era su única salida.

Llegó a la orilla con el corazón latiendo frenéticamente en su pecho. Sin pensarlo, se lanzó al agua helada. Sintió que su cuerpo se estremecía al hundirse, pero no se detuvo.

Tenía que seguir. Tenía que escapar.

...

No llegó muy lejos. Sus fuerzas se habían agotado por completo. No podía calcular la distancia exacta, tal vez solo cuatro kilómetros o más, pero la posada ya no estaba a la vista, y las voces de aquellos hombres se habían desvanecido en la distancia.

Intentó salir del río, aferrándose a la orilla con su única mano funcional, pero su cuerpo no respondía. Su brazo izquierdo, aunque había recuperado su color y aspecto normal, seguía siendo un peso muerto, como si no le perteneciera. Se esforzó por moverse, por al menos rodar fuera del agua, pero fue inútil.

Y aun así, salió del río.

No por su propia voluntad, sino porque unas manos ajenas lo arrastraron fuera del agua con firmeza.

Cansado y con la vista borrosa, alzó la cabeza con dificultad para ver a su salvadora. Era una mujer de aspecto simple, incluso áspero: cabello corto y mal cortado, cejas gruesas, una pequeña verruga en la nariz y manos callosas por el trabajo duro. Sus ropas eran humildes, gastadas pero limpias.

El agua en sus oídos distorsionaba sus palabras, pero alcanzó a captar fragmentos entre la bruma del agotamiento:

"… preciosa… criatura… ¿... pasó?… hermoso… ahora… bien…"

No tenía fuerzas para resistirse cuando la mujer lo sostuvo con cuidado y lo ayudó a caminar en dirección a un pequeño asentamiento. Aquel lugar apenas podía llamarse pueblo; no era más que un puñado de casas dispersas, de construcción irregular.

Mientras avanzaban tambaleándose, notó la cesta con ropa mojada a un lado del río. Su rescatadora había estado lavando cuando lo encontró.

Y ahora, sin preguntar nada, lo estaba llevando con ella.

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